Polybius

“I think there can be no doubt what lies in the future for Rome. When a state has warded off many serious threats, and has come to attain undisputed supremacy and sovereignty, it is easy to see that, after a long period of settled prosperity, lifestyles become more extravagant, and rivalry over political positions and other such projects becomes fiercer than it should be. If these processes continue for very long, society will change for the worse. The causes of the deterioration will be lust for power combined with contempt for political obscurity, and personal ostentation and extravagance. It will be called a democratic revolution, however, because the time will come when the people will feel abused by some politicians’ self-seeking ambition, and will have been flattered into vain hopes by others’ lust for power. Under these circumstances, all their decisions will be motivated by anger and passion, and they will no longer be content to be subject or even equal to those in power. When this happens, the new constitution will be described in the most attractive terms, as ‘freedom’ and ‘democracy,’ but in fact it will be the worst of all constitutions, mob-rule.” Polybius, “The Histories” (Book 6, §57)

La finalidad adoptada como presupuesto material

Jasmin Wertz, Postdoc, Psychology and Neuroscience, Duke

Las finalidades son eventualmente asumidas como una ‘causa material’: una posibilidad desde la cual se buscan nuevas posibilidades. La biología y la mente trabajando a la par.

Y aquí el artículo: «In public debates, the effects of parenting and genes are often pitted against each other, as exemplified by the phrase “nature versus nurture.” As a result, the ways in which genes and parenting work together tend to be overlooked».

Las universidades pretenden ser las víctimas en el escándalo de las admisiones, pero están lejos de ser irreprochables…

  

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Quid autem officiosius, quam cum mutuum muli scabunt?

Por Jason Brennan (Profesor Robert J. y Elizabeth Flanagan, Universidad de Georgetown) y Phillip W. Magness (Senior Research Fellow, American Institute for Economic Research)

Reason, 14 de marzo de 2019

En el último escándalo sobre fraudes en el proceso de admisión a las universidades, éstas son las víctimas. Al menos esa es la postura oficial de la Universidad de Georgetown, que envió a sus profesores un correo explicativo tras conocerse Gordie Ernst, un antiguo entrenador de tenis, estaba involucrado en los sobornos. A primera vista, Georgetown tiene razón.

Pero si se mira un poco más se verá enseguida que las universidades están lejos de ser inocentes. Este episodio -en el que se ha acusado a celebridades y otras élites de sobornar directivos y cometer fraude en los exámenes para ayudar a sus hijos a entrar a varias universidades de élite- revela una cantidad considerable de detalles poco halagüeños sobre la ética de los negocios académicos.

Que sucedan cosas como ésta no es una sorpresa en absoluto. Georgetown, como cualquier otra universidad o gran empresa, sufre del ‘problema del agente-principal’. Se supone que los empleados trabajan para los intereses de la institución, pero a menudo los profesores, administradores, empleados y estudiantes trabajan por intereses propios a expensas del resto. En este caso, los implicados, como Ernst, han sido acusados de actos criminales.

Sin embargo, este tipo de comportamientos sucede con frecuencia de forma perfectamente legal y difícil de controlar. Por ejemplo, en nuestro próximo libro Cracks in the Ivory Tower, encontramos que cuanta más ayuda financiera necesita un departamento, tanto más frecuentemente se convierten sus clases en cursos generales de carácter obligatorio. Aun cuando hay poca evidencia de que este tipo de clases proporcione las habilidades que pretende, la mejor explicación, en la mayoría de los casos, es que existen para hinchar los presupuestos de los departamentos a costo del bolsillo de los estudiantes.

Las universidades de élite son una paradoja ideológica. Por un lado, los profesores y empleados se identifican en su mayoría con la izquierda y apoyan causas de justicia social. Pero, por otro, se trata de instituciones jerárquicas y que refuerzan las jerarquías sociales. Sirven como porteras de prestigio, poder y estatus. Muchas universidades tienen la suficiente capacidad física para ampliar el número de estudiantes que admiten y sin embargo se esfuerzan en mantener reducidas sus tasas de admisión y el número de estudiantes de grado lo más bajo posible: todo para sostener el estatus de su marca.

Algunas de las celebridades implicadas, como la actriz Felicity Huffman, aparecen frecuentemente en campañas pro justicia social. Pero después las encontramos -presuntamente- empleando sus privilegios para asegurar aún más para sus hijos. Esto sucede en toda la academia. Los eslóganes morales, enunciados por todo lo alto, llevan consigo la imagen de lo bueno y lo noble, de forma que las personas con intereses egoístas procuran ser políticamente locuaces. Pero en muchas ocasiones, mirando con un poco de detalle, advertimos que este lenguaje moralista en realidad sólo oculta un comportamiento egocéntrico: se trata de una excusa para exigir más dinero y poder para uno mismo.

Muchos se quejan de que quienes dan donativos no hacen sino comprar la admisión de sus hijos de una manera perfectamente legal: ‘pagas por un ala nueva en el gimnasio y dejamos que tu hija entre a Cornell’. Si eso está bien, se preguntan, ¿qué tienen de malo los sobornos directos? Podríamos intentar defender a las universidades argumentando que los donativos al menos ayudan a pagar a otros estudiantes. Al menos parte de ese dinero se emplea para ayuda financiera, costear la enseñanza, u ofrecer instrucción de clase mundial más allá de la pura enseñanza. Pero un soborno a un entrenador de tenis no trae ningún beneficio a los demás alumnos.

Pero incluso en ese caso el escándalo de las admisiones revela muchas realidades vergonzosas sobre los incentivos institucionales en la educación superior. La cantidad de dinero gastado en sobornos y las tácticas empleadas -incluyendo el falso registro de solicitantes como deportistas en disciplinas en las que no tenían historia alguna- ilustran cuán más difícil es ser admitido a una escuela de élite que graduarse. Los padres no pagarían por sus hijos si estos tuvieran pocas posibilidades de llegar a la graduación. Esto significa también que muchos de los solicitantes rechazados habrían triunfado de haber sido admitidos.

Las universidades de élite presentan sus estándares de admisión como un mecanismo de selección que asegura que los estudiantes dan la talla en un ambiente de estudio exigente. Pero la evidencia señala que los estudiantes estudian y aprenden poco, que existe una cultura de la copia que lo impregna todo, así como un declive en el rigor académico que los profesores aportan en forma de razones para negar esto. Una vez dentro, basta con seleccionar una especialidad sencilla en uno de los departamentos políticamente activos y obtener un título es de lo más sencillo. De hecho, una de las beneficiarias del escándalo parece haber faltado a clase frecuentemente en la Universidad del sur de California para dedicarse a su carrera paralela de viajera por el mundo como celebridad de Instagram.

A pesar de la facilidad del trabajo académico, las admisiones siguen siendo increíblemente restrictivas en las escuelas de élite. En promedio, las escuelas de la Ivy League aceptan a menos del 10 por ciento de sus solicitantes; otras instituciones de élite tienen niveles de exclusividad similares.

¿Qué es lo que sucede? Sencillamente, estas instituciones (y probablemente todas las universidades) venden su título con más fuerza de la que emplean para perseguir los nobles deseos de alcanzar el “conocimiento” y el “crecimiento intelectual” que pululan por su material promocional. Cuando las calificaciones pierden sentido, el fraude está por todas partes y el rigor de obtener un título de élite sucumbe al activismo político y otras formas de tonterías a la moda, la oficina de admisiones se convierte en el mecanismo principal para distribuir el deseado y escaso diploma. Los directivos de admisiones tienen un largo historial de ofrecer plazas en las universidades por razones distintas al mérito. ¿Debería sorprendernos que también sean susceptibles al soborno, la corrupción y la influencia de las celebridades?

El valor del título de una institución de élite no se debe a su currículum o a la “vida entera de conocimientos” que depara, sino al prestigio asociado a su nombre. Las universidades más ilustres se enorgullecen de tener una facultad de estrellas de rock, con ganadores del Nobel y de premios Pulitzer, de obtener prestigiosas becas de investigación y otros honoríficos competitivos, así como de atraer a “los mejores” estudiantes. Por esa misma razón, las universidades son a menudo implacables cuando un académico de renombre comete plagio o fabrica sus resultados. Si también resulta que los padres bien conectados económica y políticamente pueden sobornar su paso por encima de los mecanismos de control del proceso de admisión, el título asociado perderá su prestigio y bajará su valor.

Podemos por eso asumir que las universidades implicadas en este reciente escándalo de admisiones jugarán a hacerse las víctimas, aun cuando sus propias políticas discrecionales de admisiones y sus directivos corruptos son los que lo han hecho posible.

[* Nota: han comenzado ya las demandas por parte de padres y estudiantes que afirman haber perdido su dinero o posible plaza debido a los fraudes en los procesos de admisión. ]